En la constelación del teatro argentino, pocas obras han alcanzado la longevidad, la contundencia simbólica y la ácida vigencia de La Nona, escrita por Roberto “Tito” Cossa en 1977. Esta brillante creación del ya fallecido dramaturgo, no se limita a escenificar una historia: interpela, parodia, desgarra. Es un espejo deformado —aunque revelador— de una Argentina que parece devorarse a sí misma. Como la anciana protagonista que engulle sin pausa ni sentido, el país también ha conocido épocas donde la voracidad superaba la capacidad de sostenerse. En La Nona, lo grotesco no es una exageración: es el código genético de una sociedad en crisis.

Esta pieza, escrita en pleno auge del grotesco criollo, forma parte del linaje más lúcido de nuestra dramaturgia. Cossa, heredero espiritual de Armando Discépolo —padre del grotesco argentino—, reformula el género con una precisión quirúrgica, pero lo amplifica, lo satiriza hasta la distorsión y lo lanza al vacío del absurdo sin perder anclaje social. La Nona no es solo una obra teatral: es una advertencia feroz envuelta en carcajadas que se ahogan.
Una vieja que lo devora todo
La historia es simple y brutal. Una familia de inmigrantes italianos, ya venida a menos, lucha por sobrevivir económicamente mientras carga con el peso de “la Nona”, la abuela. Una figura aparentemente inocua, senil y desvalida, pero que come sin cesar, consume todo a su paso —literalmente— hasta llevar a la ruina al núcleo familiar. La familia, desesperada, intenta desembarazarse de ella de las maneras más absurdas y despiadadas: casándola, mandándola a trabajar, o incluso planeando su asesinato. Pero La Nona persiste. Mastica. Sobrevive. Vuelve. No se detiene nunca.
¿Es la Nona una persona o una metáfora? En una entrevista rescatada por Infobae, Cossa fue tajante: “La Nona representa la Argentina que todo lo devora, una máquina de impedir, una figura que se come el futuro”. El grotesco, entonces, no es solo un registro estético, sino un dispositivo de denuncia política y social. La Nona no solo representa a la inmigración envejecida ni a la familia como institución en crisis, sino a un país anacrónico, que no puede soltar el pasado, que vive a costa de generaciones futuras.
Un grotesco que sigue vigente
Estrenada en el Teatro de la Comedia en Buenos Aires y protagonizada inicialmente por el genial Juan Carlos Altavista en el rol de la Nona (travestido, en una tradición heredada de las comedias del arte italianas), la obra fue un éxito inmediato. Y sin embargo, su popularidad no le restó profundidad. Por el contrario: su humor grotesco, casi caricaturesco, fue el envoltorio perfecto para una bomba de tiempo existencial.
En tiempos recientes, la obra ha sido revisitada en distintas versiones, como la adaptación dirigida por Carlos Moreno y protagonizada por Pepe Soriano en el papel central. En cada puesta, el personaje de la Nona se reactualiza como símbolo de distintos males: el sistema político que no cede, las clases pasivas que sostienen privilegios insostenibles, o incluso el pasado mismo como peso insoportable.
El crítico Jorge Dubatti, uno de los grandes especialistas en teatro argentino, ha señalado que “el grotesco criollo no es simplemente una forma teatral: es una visión del mundo”. En este sentido, La Nona no sólo es vigente: es necesaria. Cada crisis económica en Argentina, cada devaluación, cada gobierno que promete lo imposible mientras destruye lo poco que queda, reactiva la potencia simbólica de esta obra.
Una familia en ruinas, un país en ruinas
La familia de La Nona es un microcosmos: la tía que vende empanadas y cree que puede salvar al hogar con trabajo honrado; el joven vago que sueña con triunfar como cantante; el vividor que apuesta al azar. Todos encarnan figuras reconocibles de la sociedad argentina: el emprendedor, el artista frustrado, el corrupto, el resignado. Y todos son víctimas de la misma maquinaria: una abuela insaciable que simboliza no solo la vejez sino el sistema que no permite avanzar.
La obra, en su desarrollo, no ofrece redención. No hay milagro ni escapatoria. Todo termina en una especie de vacío absurdo, donde la lógica se disuelve. La Nona se come hasta el decorado, y el teatro queda al borde del colapso. Es un final que incomoda, que fuerza al espectador a reír y, en el mismo movimiento, a temblar.
El humor como resistencia
Una de las claves del éxito y la permanencia de La Nona es su uso del humor como herramienta de crítica. No se trata de un humor amable ni decorativo. Es un humor negro, ácido, que surge del exceso. Como en la mejor tradición grotesca, la risa es un mecanismo de defensa ante el horror. El público se ríe para no llorar, se ríe porque entiende que todo lo que está viendo, por más absurdo que parezca, tiene un correlato en la vida real.
En un país donde el absurdo muchas veces supera a la ficción, La Nona funciona como un espejo siniestro. Y ese espejo sigue devolviendo imágenes reconocibles. Quizás por eso, la obra no ha envejecido. Cada nueva crisis la vuelve a poner en el centro del debate, como una profecía autocumplida.
Un legado indiscutible
Roberto Cossa es, sin dudas, uno de los dramaturgos más importantes del siglo XX en Argentina. Junto con figuras como Griselda Gambaro, Eduardo Pavlovsky o Ricardo Monti, ha llevado al teatro nacional a un nivel de complejidad y riesgo que pocos países pueden exhibir. La Nona es su obra más popular, pero no por eso la menos sofisticada.

Como afirma un artículo publicado por Infobae Cultura en el aniversario del estreno original, “Cossa logró que una vieja hambrienta y senil se convirtiera en uno de los retratos más feroces de nuestra identidad nacional”. Esa capacidad de condensar lo político, lo social y lo íntimo en un solo personaje es lo que convierte a La Nona en un clásico irrefutable.
Hoy, en 2025, casi medio siglo después de su estreno, La Nona sigue viva. Como su protagonista, no deja de comer escenarios, públicos, versiones. No deja de incomodar. Y mientras Argentina siga lidiando con sus propios fantasmas, mientras siga siendo un país que se devora a sí mismo, esta obra seguirá siendo urgente.
Porque el teatro, cuando es verdadero, no pasa. Persiste. Y La Nona está ahí, esperando el próximo bocado.